UN RUIDO QUE NO ALTERA

UN RUIDO QUE NO ALTERA

Pascal era fiel al silencio, se escondía hasta del ruido de la radio y de la televisión; odiaba cualquier alboroto medio leve o fuerte que pasara como aire que rosara el delicado pabellón de sus oídos.

Pero después por mala suerte perdió la quietud que le sostenía, ya que una vez, al llegar de la escuela, uno de sus vecinos y amigos escuchaba música a todo volumen: era un pesar que más que dolor le atrapaba en un recinto frío y oscuro en la cabeza.

—¡Qué escándalo perturba a los silencios! —dijo entre dientes, y se puso a planear algo para cesarlo…

En primer lugar, acudió simplemente con el vecino para pedirle de favor que bajara el volumen. Aunque después de tocar durante dos cuartos de hora, se dio cuenta de que todos habían salido… Miraba a través de los cristales de las ventanas, saltaba, luego se doblaba para ver por debajo de la puerta, rondaba todo alrededor, y tocaba más duro, aunque inútilmente, porque en verdad no había nadie: ni el canario, ni el gato, ni los perros…

Hizo ademán de entrar a cualquier modo, pero se desesperó. Así que, sin dudarlo, se fue.

Abriendo la puerta de su casa, con más agobio que el de estar afuera sin lograr nada, se le ocurrió ponerse unas bolitas de algodón en las orejas, en vano… ¡Aún titubeaba el alboroto!

—No, no, no… ¡Que más intento! — exclamaba, mientras rebuscaba una idea en su memoria. —¡Ah, lo sé! Mejor dormiré, me cubriré la cabeza con almohadas.

Ponerse las manos sobre las orejas para doblegarlas o encorvarlas, gritar y hasta desear que se fuese la luz, aunque ya casi oscurecía. Todo esto hizo sin fortuna…

Al advertir que las horas eran arrastradas por el tiempo, y el atardecer en su última fase iba, leyó en voz alta… Para acabar, prendió nueva radio y comenzó a atender su propia música.

Osfelip

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